La familia maorí

Me recibieron con cánticos en su lengua y, al terminar, me pidieron que me levantase y dijese algo. Dí las gracias por el recibimiento y expliqué que había venido a esta casa porque estaba interesado en la cultura maorí, y pensaba que una convivencia tan cercana me aportaría mucho más que los museos. Kone llevaba la iniciativa, y su esposa y su suegra permanecieron sentadas hasta el final, cuando los tres se pusieron en pie y entonaron una canción que terminó con un welcome, welcome, welcome. Me indicaron que me acercase y los tres me saludaron al estilo maorí, juntando las narices y las frentes. Desde ese momento cada maorí que he conocido se presenta con su nombre y te choca nariz y frente

Aparte de eso el rollito maorí terminó bastante pronto. Viven en una casa absolutamente normal, salvo porque está a medio terminar, pero si no es por sus rasgos faciales y sus tatuajes podría ser cualquier otra casa neozelandesa, con sus perros, su jardín, su lavavajillas y su Harley Davidson. Aparte de la moto tienen cinco coches, entre ellos un Mercedes. El negocio no les va mal.

El primer día Kone me pilló por banda en el sofá y me soltó unas historias alucinantes sobre los orígenes maoríes, su pericia marinera, la llegada de los europeos y muchos otros relatos de sus ancestros que mantuvieron mi atención latente durante dos horas.  

Lo que los ingleses no entendían es que nuestro hogar no es Nueva Zelanda. Aquí es donde tenemos nuestra casa, pero nuestro hogar es el Océano Pacífico. Siempre hemos sido marineros. Por eso tardaron tanto tiempo en llegar a nuestra tierra, porque cuando avistaban nuestras frágiles canoas en el mar desde sus pesados barcos de tres velas y no lograban alcanzarlas quedaban perdidos en el océano. Y cuando por fin nos encontraron y fuimos a estrechar sus manos, decidieron aniquilar a esos salvajes de pieles cobrizas y pinchos en las orejas.
Y mil historias más. Es un tío cojonudo y un gran orador que se descojona en mitad de una frase cualquiera. La impresión de ese primer día se desvirtuó cuando se la escuché al día siguiente, reproducida al milímetro, desde la proa de la canoa que llevaba a una docena de turistas en uno de sus tours. Me había soltado el mismo rollo que a todo el mundo. Aún así me sigue cayendo genial pero, evidentemente, perdió gran parte de la credibilidad ancestral.

Su mujer, sin embargo, me trata con indiferencia. Algo le pasa conmigo, o con ella misma, o lo mismo es que es así, porque desde el primer momento percibo cierta hostilidad por su parte. Es una situación bastante incómoda, porque aquí solo vivimos tres y si con ella no hay buen rollo la cosa se complica.

Ese día en el tour de las canoas les ayudé a preparar el tinglado, y después me subí a la embarcación, como un turista más. Nos enseñaron a remar a lo maorí, nos llevaron a un poblado típico e interpretaron unas danzas y ritos de su pueblo. Absolutamente turístico. Ellos se jactan de tener el mejor y más auténtico tour maorí, pero yo me habría sentido decepcionado de haber pagado por ello. En cualquier caso, el negocio les va cojonudo, y están ampliando su flota para llevar a más guiris a la vez.

Y ese es mi curro en su casa. Tengo que renovar dos canoas de veinte metros para su inminente incorporación. Lijarlas, limpiarlas, quitarles el millón de moluscos y algas del fondo y pintarlas otra vez en los mismos colores. Bastante ligero, más
aún cuando al tercer día me dejaron solo en la casa y se fueron a una feria en Auckland. Me pasé cuatro días a mi bola, cuidando a los animales, recogiendo los huevos de las gallinas, alimentando al gigantesco cerdo, a la cabra, a los dos gatos y los tres perros.

Pero lo de dejarte solo en una casa recién llegado no es normal. A mí no me parece normal, al menos. Un día me levanto y no sale agua de los grifos. Esta gente se autoabastece de agua de lluvia que va llenando dos tanques enormes en el jardín. Uno de ellos estaba vacío. Ahora entérate tú por teléfono de dónde están las llaves inglesas, cómo quitar la tubería del tanque, conectarla al otro, ese a su vez a la bomba, resetear ésta y hacer que todo funcione otra vez. Después de cuatro o cinco llamadas lo conseguí, como un auténtico Pepe Gotera.
Y así me pasé cuatro días, como en el arca de Noé, dedicado a mis canoas y mis animalitos, a cocinar y a pensar en qué hacer con mi vida la próxima semana.

Sin saber muy bien como me he quedado aquí casi dos semanas, lijando canoas, pintando remos maoríes y preparando el siguiente paso en mi vida: Aloha.