Beer o'clock


Douglas me recogió en la diminuta localidad de Kaeo, muy muy al norte de la isla norte. Es un tío mazas de 57 años moreno casi tizón, del sol que le pega cuando va a pescar. Douglas es pescador de profesión y amante de la cerveza. Según llegamos a su casa me presenta a su perrita Belha, me enseña donde están los platos, las tazas y la nevera  y me deja allí solo durante unas horas, recién llegado. Me encargó cortar leña en trozos pequeños y él se fue a recoger las redes del agua. Take it easy, me dijo. Y se fue.

Volvió sobre las cinco. “It’s beer o’clock”, basta de currar. Me puso una copa de cerveza en la mano y no la dejó vaciarse hasta que se acabó el día. Y así cada día de los ocho que he pasado aquí. A las 5 en punto –a veces antes- empieza la beer o’clock, y no paras de beber hasta que te vas a la cama. Como a mí me toca fregar los platos de la cena, con la borrachera me he cargado dos tazas y una maceta esta semana. Una taza se me cayó al suelo, la otra se me cayó por la ventana, todavía no me explico cómo, y aterrizó diez metros más abajo en una jungla de vegetación que, por supuesto, no pienso explorar para recuperarla. Allí no se enteró nadie, y yo no pienso piar.
Douglas está casado con Annie, una señora escocesa de nacimiento a la que entiendo infinitamente mejor que a él, que habla neozelandés cerrado. A él le digo que yes a casi todo, lo cual suele llevar una de cada dos veces a la incómoda situación de mirada confusa y silencio desconcertante, y entonces salgo del atolladero con un “say it again, please”. Lo repite más despacio y vuelta al yes. Como con Annie sí que me entero solemos tener interesantes conversaciones variadas y variopintas. 

Además de la cerveza Douglas es amante del cub, un juego de lanzar palos y derribar estacas, fácil de pillar. Al segundo día le derroté, él que se jactaba de no haber sido derrotado jamás. Soy español, ¿a qué quieres que te gane? Después me ganó dos días seguidos y una tarde en casa de unos amigos suyos hicimos un torneo por eliminatorias, me enfrenté con él en la final y volví a machacarle. Está jodido desde entonces.

Entre birras y cub nos dedicamos a la pesca, en varias de sus vertientes. El primer día me libré del madrugón porque aquí estaba el tercer francés llamado Nicolas que conozco en los tres helpx compartidos que he tenido. Debieron hacer una buena cosecha de nicolases aquel año en que Arconada hizo aún más grande a Platini. El caso es que el francés se fue a pescar con Douglas esa primera mañana, y el muy mamón tuvo la inmensa suerte de ver orcas al amanecer, a escasos diez metros de la barca. Puto gabacho. Según nuestro anfitrión solo vienen por aquí una o dos veces al año, y él mismo las ha visto en contadas ocasiones. Desayunamos pescado -creo que por primera vez en mi vida- con ajo, cebolla y zanahorias, y el francés se piró a casa de unos vecinos a currar esta semana. Una pena, porque me había caído genial, y siempre es más divertido cuando hay otros helpers.

Al día siguiente llegó mi turno en la barca. En pie a las 5.45 de la mañana, una niebla que pinchaba y toda esperanza de avistamiento de orcas esfumada. Puto gabacho. Poco a poco se fue levantando la niebla y dio paso a un panorama espectacular, un puerto natural rodeado de colinas verdes. Precioso.
Mi curro en popa estuvo a la altura de los más grandes que he tenido por aquí, aquel esquilar ovejas, reunir el ganado con una vara o pilotar la moto de agua. Douglas recogía las redes poco a poco, echaba los peces a un cubo vacío y yo los recogía con mis manitas, los destripaba con un cuchillo, arrojaba las vísceras al mar y los metía en otro cubo de agua limpia. La mueca de asco al leer este párrafo me sale hasta a mí que lo estoy escribiendo. Hace no demasiados meses me ofrecen una carretilla de lingotes de oro por destripar peces vivos y ni la miro. Ya ves, la experiencia fue genial y sólo tuve que luchar contra la pena que me produce la agonía de los pobres bichos fuera del agua. Incluso una vez destripados siguen moviéndose, deslizándose y coleteando en busca de un camino de vuelta al agua. Bastante espeluznante. Pero este es su medio de vida, y yo estaba ahí para ayudar, no para juzgar.

Recogimos ciento una platijas esa mañana, y varios peces de otro tipo que no me acuerdo de cómo se llaman. Volví a currarme el desayuno con ajito y cebolla, y por la tarde fuimos a vender la mercancía a la carretera. Como los melones en España, pusimos un par de carteles a ambos lados de la calzada y allí nos plantamos, con la barca en el remolque y las neveritas repletas de pescado del día. Volaron en dos horas. 


Me contaron que antes vendían para una gran empresa, y Douglas salía a pescar a diario. Estaba molido y no eran felices. Decidieron pescar menos y ganar menos también, y ahora están encantados con su pequeño negocio. Como ellos mismos dicen: “Nosotros somos felices, hacemos felices a la gente y los peces son más felices porque pescamos menos que antes”. Aún así a mí me parece un curro bestial. Lleva dos días lloviendo sin parar, así que nos hemos dedicado a hacer redes. Cada red, de unos 100 metros de longitud, tarda en hacerse unas 6 horas si está él solo. Saca una media de 30 peces por red, que son 10 kg de pescado, y lo venden a 10 $/kg. Descontando el gasto en material, licencias y tal no sale muy a cuenta yo creo. Pero son felices y, al final, es lo único que importa.